El alma flotará como una pluma y escribirá en el cielo sus memorias.
Él era solo un grano de arena entre las colosales avenidas y largos ríos de cemento. Como un tímido ciego dentro de un laberinto caluroso, se lanza hacia las entrañas de los Malos Aires en busca de aquellos ojos de Avellaneda.
El ajetreado destino de este hombre (según ella su definición aparenta ser plagiada) mete la pata y lo escupe en los árboles de hormigón con parada en Plaza Italia.
Cansado de mirar la brújula de su instinto, este vagabundo patea senderos que van más allá que el mismo horizonte. Sin embargo, aterriza en aquella esquina, la cual un rebelde mexicano montó su nombre en un letrero con el afán de ser inalcanzable.
Aquel cigarrillo que olvida caer su esqueleto sobre el piso, se apaga en un incienso extraño, huella de nervios e incertidumbre. Y frente a un viejo portal de madera donde las fantasías pertenecen a la televisión, se hospedan aquellos ojos que nunca lo habían visto. Él anuncia su nombre y el zarpazo inicial acerca un silencio incierto.
Avellaneda no queda lejos del cielo. Aquel varón mutiló su locura viajante y levantó suavemente su comisura en busca de algún ángel que le diera la razón. Ella le regaló un abrazo que no tenía porqué, mientras él justifica el valor de la peregrinación sin cruzar palabra aún.
El agua de su bella generosidad apaga los pies del soberano hombre, sin embargo él intenta disimularlo con decadentes bromas acerca de su travesía. Ambos quisieron largar al aire al no saber por donde empezar, trayendo consigo risas y el desconcierto de no saber porqué cada uno estaba mirándose entre sí.
Luego un humo espeso trae consigo el veneno de un pasado sin encantos, que maquillan el espíritu de un alma en llanto que tiene demasiadas fuerzas para seguir. Sin embargo, ella todavía no se dio cuenta.
En la fábula del reloj de arena, cuanta que sus dorados minutos caen sin temor a marearse, sabiendo que falta poco para dar vuelta nuevamente el tiempo y empezar a contar otra vez.
De repente el día cierra sus ojos y un beso graba un hasta luego. Aquel viejo portal de madera se cierra tras su espalda y lo arroja hasta el 159, quien lo recuesta camino a casa.
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