¿Qué hago acá entre ellas dos? No pará, no te pienses que estoy tirado en la cama con dos minas a punto de cumplir el incuestionable sueño de un púber. Sin embargo, hay algo en común que tiene ese sueño, con lo que me van a enseñar ellas dos: va a ser mi primera vez.
Varias sedas se esparcen sobre el llano espacio de la mesa de algarrobo, esperando a ser quemados por aquellas calaveras de besos diabólicos. Los catadores balbucean sobre un mediocre Ombú, y al toque desenfundan un papel de buena calaña, que arrugan meticulosamente con sus uñas pintadas. Toman de un ataúd oculto (para que mamá no lo encuentre), la hierba que respiran los vivos y mueren los muertos por suspirarla una última vez.
Impacientan al tiempo rajando con una guillotina, el baguyo que agonizará sus melancolías y sacará a relucir el encanto de una noche sin testigos. El bendito fuego se excita en aquel mechero rojo y alza sus manos para chamuscar la punta del ansiado caramelo. Inhalación intensa la que hace penar sus cogotes de tan sagrada bocanada, que resisten hasta donde pueda tirar el aguante de cada uno de los tres.
Se escucha el segundero del faso en cada beso húmedo que dejan en el papel, entretanto el atrayente tufo tienta a Bob Marley en la radio de aquel lugar y se une a la ronda.
Se desviste una cerveza a mitad de camino, pero muere ni bien el tuerto quiso pestañar. Se miran las caras al espejo y se ríen de los ojos del novato, que sonrojados se quejan de quemarse los dedos con el último gajo. Acaban el primero y ladran uno más.
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