Conozco relatos posibles, pero ninguno que se haya escrito con la intención de provocar el regocijo vicioso de los posibles lectores. ¿Cuál es el límite del placer, en que podamos detener el tiempo y redescubrirnos como animales?
Violento batir de la sangre en su sien, en su osadía, en sus testículos desbordados de cuajo argentino. Aquel imberbe prepucio quiso internarse por vez primera en la culpa, al ver aquellas putas que buscaban un vaivén perfecto, junto a un parque crepúsculo, (en el momento en que dos jóvenes acordaban, con un definitivo cruce de miradas en la distancia, encontrarse en el baño de un bar para abusar de una virginidad devaluada). Mientras tanto, él ni siquiera intentó flirtearla con ofrendas que desmentiría mañana; solo escupió la guita, y ella arrancó su útero con sus manos y se lo ofreció con placer.
No late el corazón ni escucha el ruido, que en las sendas de aquel parque, produce mis pisadas. Al final de la jornada la propia oscuridad será el olvido.
Él desenfundó las llaves de su santuario y curioseó detenidamente como introducía la llave en la cerradura y por poco acaba. La pendeja empezó a tentarlo con promesas excitantes y su primer pensamiento fue que mentía en cada oferta. Por su falda empezaron a hurgar los dedos mocosos de una mano ansiosa, que descubrió que no ofrecía ropa interior para desmantelar. Desgarró parte del hechizo de su vestido, y no supo si comerse con la vista lo ya descubierto, o ser asesino con lo que faltaba por desabrigar. El neófito cayó sobre el catre, que viejo y mezquino predicaba su queja, y ella atacó sobre él, imponente, asomándole su sonrisa caníbal que brillaba por la humedad, pero mucho más por esa fogosidad que provocaban sus dedos mineros.
En un negro silencio me he perdido, la noche envuelve mi camino, nada en la sombra recibe la mirada, solo el más leve jadeo llega al oído.
Entraron en pie de guerra. Su pulgar se empapó de curiosidad mientras tanteaba el horizonte al norte del clítoris, para hacer un reconocimiento del campo de batalla. Sus dedos estaban ensalivados, en grupos de a dos, para asaltar en cualquier momento el ardiente pubis. Los ojos de la puta viajaban con delicia, hasta que decidió atacar. Su lengua inundó su pecho, su ombligo y siguió bajando. Las armas de su boca se tragaron el mástil que llevaba su bandera y poco faltó para que el pibe presentara su sábana blanca de derrota.
Le gustó el sabor a mar de su pija, y en la escarcha de los negros rizos, como una mullida alfombra, ella dejó descansar su agitada cabeza borracha de recuerdos extraviados.
Un perro viejo me confesó que la guerra no termina
hasta que uno no acaba en el suelo.
Contraataque. Comulgó con su lengua anónima y, de incógnito, su mano viajó una y otra vez por su culo, hasta agarrar su cadera y obligarla a moverla al balanceo de su brazo, mientras otra garra cómplice, se afianzó con toda su grandeza a la otra mitad de su trasero. Poco a poco se fueron inyectando. Ella sentía como el cuerpo del pendejo rozaba su espalda, pero no le dio tregua y arremetió aún mas contra él, para sentir toda su pija por detrás. Contorneo sucio, pecado con malicia, de manera que enseguida sintió la carne crecer como ella quería. Su vagina se contraía levemente con pequeños y jugosos espasmos.
Media vuelta obligada por el deseo. Sus manos exigentes buscaron ávidamente la sedienta serpiente, para penetrarla mientras era levantada con delicadeza. Él siente que está cediendo y se acerca la explosión apocalíptica que acabara con todos. Trató de imaginar como carajo eyacula un elefante para dominar el tiempo, pero se le abochornó el cuerpo, desde los muslos hasta el cuello. El éxtasis lo desafió a detenerse, pero supo que era imposible. Aparecieron entonces unas agitaciones que ahuyentaron su simiente que tanto había desatendido, en tres o cuatro derrames. Luego sus más íntimos jugos se confundían con colores de peces y fragancias de algas de aguas dulces y saladas.... La guerra terminó.
Limpió sus manos dos veces contra la cobija deshilachada de su cama, mientras ella sorbía cada gota de sudor que corría por la pendiente de su espalda, alimentándose finalmente de él. Restauró su estridente vestido y se marchó con su propina, dejando al deteriorado, pero satisfecho mancebo, como un ganador desarmado.
Como dijo Dios, cruzándose de piernas:
"Veo que he creado muchos poetas, pero no mucha poesía"
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